Apenas llegamos a Cala salada, tuve la sensación de que diez días de vacaciones veraniegas iban a ser muchos para un pueblo tan pequeño. Poblado más que pueblo, con una hilera de casa en la misma arena y una carretera tras la segunda fila de casas, Cala salada tenía un hotel, dos chiringuitos, tres restaurantes y quinientas almas en verano. En invierno quedaba reducido a una veintena de habitantes y uno de los dos chiringuitos que abría los fines de semana.
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